miércoles, 14 de noviembre de 2007

El peor día de mi vida

27/11/2005

Me cuesta pensar en el peor cuando estoy pasando un mal momento. Pero de algo estoy segura: no es hoy.
Lo ubico en el 2001. Hubo varios días horrendos ese año.
Lo ubico en junio, estoy segura de que me estoy equivocando, segurísima.
Un domingo de junio me desperté, muy temprano a la mañana y quise ir al baño. No pude, me desvanecí. Mauro se despertó sobresaltado y me ayudó a bajar las escaleras. Volvimos a la cama.
Pocas horas después lo intenté de nuevo, con el mismo resultado, al que se agregó el teléfono que sonaba y yo no podía caminar. Mauro mintió que estaba en el baño y que la llamaría más tarde.
-tu abuela –informó mientras venía en mi ayuda sin saber demasiado qué hacer.
Con la poca fuerza que tenía le pedí que llamara a un médico, ya que no podía levantarme. Mientras, bajé la escalera sentada.
Vino el médico, quiso distraerme con preguntas estúpidas para asegurarse de que no exageraba cuando aullaba de dolor. Mauro temblaba como una hoja, y mi vientre se estremecía cada vez que el médico aflojaba la presión.
-Podría ser el apéndice. Vayan a la guardia, directo a cirugía.
Nosotros dos solos, 19 años pero completamente infantiles.
Llamó a sus padres, a quién si no, ¿a los míos? Mamá estaba en el Delta y en las promesas de mi papá los minutos debían traducirse en horas. En su “ya voy” podría haberme desangrado.
En nuestra ingenuidad adolescente temíamos que la combinación del maní que habíamos cenado con voracidad y el sexo de parados contra la pared hubiera dañado algún órgano, éramos muy inocentes. Mauro se sentía responsable por mí y culpable de mi dolor.
Sus padres llegaron eficientes, pocos minutos después, como pudieron me ayudaron a agacharme para entrar en su auto y volamos, en mi delirio, al Hospital Francés.
Me resulta muy difícil recordar la secuencia previa a la entrada al consultorio. No recuerdo cómo llegamos, ni quién hizo los trámites para mi ingreso. Ni siquiera la sala de espera. La escena que registra mi mente nos encuentra a Mauro y a mí solos, en un consultorio. Un desfile de médicos había estado palpándome sin decirnos nada, solamente comprobando lo que ya sabíamos: algo andaba mal, pero no sabían decirme qué.
Sonó mi celular, me acuerdo, era Nacho que buscaba a Mauro, cuando le contamos que estábamos en el hospital se sorprendió y preocupó. A mí esa escena me causó gracia, quise reírme, pero sabía que cualquier movimiento me transformaría en una bola dolorida y lagrimeante. Pero al menos había dejado de llorar.
Al rato volvieron los médicos. A apretarme la panza sin dar ninguna explicación. Grité tanto, con toda la energía que todavía tenía, que uno de los doctores le indicó a la enfermera que me diera un calmante, -sublingual –dijo- porque está asustando a los otros pacientes. La enfermera volvió, burlándose de mis amenazas de muerte si volvía a pincharme y me obligó a abrir la boca, colocó unas gotitas debajo de mi lengua y me dio instrucciones de conservarlas en ese lugar durante unos minutos antes de tragarlas. Cuando volvió yo llevaba un rato largo en estado de semiinconsciencia.
Después me enteré de que durante mi letargo, los médicos enviaron a un Mauro encogido y asustado a comprar un test de embarazo. No lo vi, pero igual puedo recordar su cara de nene bañada en lágrimas de amor y miedo.
Recuerdo que me sacaron de ahí en una camilla o una silla de ruedas, no estoy muy segura, y me llevaron por unos pasillos con luz blanca de hospital, angostos y artificiales. Sin temperatura. Mientras mis suegros se abocaban a la tarea de encontrar a mis padres o a alguien que se hiciera responsable de mi.
Fuimos a una sala. Me pusieron un gel helado sobre el estómago mientras un aparatito iba revelando en un monitor el contenido incierto de mis entrañas, yo me contorsionaba para poder mirar, como si pudiera entender algo. –Hay líquido suelto, pero no sabemos qué es, podría ser agua, plasma, o sangre, no queda otra que abrir y mirar.
Pero claro, yo era menor de edad y alguno de mis padres debía autorizar la intervención. No sé a cuál de los dos ubicaron primero, pero toda la vida voy a estar agradecida por haber tenido a mis suegros conteniéndome. Mauro, pobre ángel, era un nudo de terror.
Ya era de noche cuando alguno de los dos finalmente llegó, creo que fue mi mamá. Le dieron una lista con las diez o doce cosas que podían encontrar cuando me abrieran en dos y le prometieron hacer lo posible por salvar mi futuro reproductivo. Me lo contaron y no me resulta difícil imaginar a mi vieja, tantas veces ausente, amenazando a los cirujanos para que no tocaran ni un centímetro de mis ovarios, ni una célula de sus nietos.
Entré en el quirófano semiconsciente, el anestesista me explicó a gatas lo que iban a hacer y cuando apareció con una tabla para crucificarme me burlé de sus métodos para dormirme, le pregunté si pensaba darme con esa tabla por la cabeza. Sonrió, me inyectó alguna cosa y antes de contar hasta tres estaba profundamente dormida.
Cuando desperté era el día siguiente, creo que estaba mi papá, o mi abuela. Estaba desnuda, con la bata del hospital y unas gasas conteniendo mi inoportuna mestruación. Tenía diez puntos de sutura que dividían mi panza verticalmente desde el ombligo hasta el vello púbico y un agujero a la izquierda por donde una sonda absorbía restos de sangre desparramada.
Creo que era de noche, pero no podría afirmarlo.
Me acuerdo que hablé con mi papá. Con su eterna adolescencia me preguntó por qué no lo había llamado.
Fue una larga conversación, llena de verdades, reclamos vomitados y culpas tardías. –No cuento con vos –Sé que le dije, y creo que se quebró y que quiso empezar todo de nuevo, retroceder veinte años y empezar todo de nuevo. No me acuerdo qué decía el listado de posibles males, pero la realidad no había tenido ninguna relación con el maní, ni con el sexo de parados de nuestras fantasías, ni con un embarazo ectópico (única de las opciones que recuerdo). Un quiste, diminuto, había quedado abierto y goteando fuera de su recorrido, en una noche había perdido un tercio de mi sangre que se había desparramado por mi cuerpo, muy por fuera de las venas y arterias. Un litro y medio del líquido vital. Pero eso no era lo importante.

No hay comentarios: